-Escrito por Diana Iris-
Antes de venir a Costa Rica tenía una vida que me gustaba mucho en Matagalpa, ciudad hermosa, tranquila, rodeada de montañas, muchos lugares para visitar que quedan cerca y con un clima bastante agradable; yo tenía una familia a quien visitar, con quienes comer gallina rellena en navidad, celebrar mis cumpleaños, sobrinas y sobrinos con quienes ir por un sorbete, amigas con quienes íbamos por un café cada viernes al salir del trabajo. Tenía redes y espacios feministas donde podía hacer activismo y donde aprendía e iba creciendo con las experiencias en las que juntas nos acompañábamos, tenía un trabajo en la Escuela de Español Colibrí donde llevaba diez años y ¡ése 2018 sería nuestro año!, pero eso fue antes… antes del 2018.
Antes de ese año la vida era diferente para todas y todos en Nicaragua; y yo te voy a contar mi parte; y esto será solo eso; una parte del exilio. Ser activista, mujer, feminista y de oposición me llevaron a ponerme en sitios de riesgo para mi vida, habité espacios con gente armada, persecución policial y todo aquello que sabemos sobre la crisis del 2018 y que a muchas personas nos llevó por los caminos menos sospechados. Llegó un punto en el que no pude más y por diversas razones decidí moverme a esta tierra, Costa Rica.
Al llegar acá el nueve de noviembre del 2018 me supuso un cambio horrible. Yo no entendía las palabras porque sentía que hablaban muy rápido, la comida sabía diferente, los jocotes y los mangos era carísimos, no había tortillas y yo no sabía hacerlas, ya luego me enseñaron y ahora me hago mis propias tortillitas.
Recuerdo que ese año pasé una de las navidades más tristes de mi vida; lejos de casa y de todo lo que conocía. Cuando pasó esa navidad empecé a pasar por un episodio depresivo donde en enero del 2019 llegué a un puente a donde iba decida a saltar; sólo el rostro de mi madre en mi memoria y las ganas de volver a esos brazos me detuvieron. En el 2019 se miraba tranquilo el país y yo estaba muy mal mental, física y emocionalmente, así que decidí volver a Nicaragua. Cuando volví me di cuenta de que eso que dicen “una vez exiliada, siempre exiliada” era cierto.
No me hallaba en la tierrita rodeada de represión por cada esquina. Como a los cinco meses supe que no me quedaría por mucho tiempo. Estuve allá nueve meses, hasta que en la última semana de febrero del 2020 empecé a ser asechada y decidí salir del país el cinco de marzo. Crucé de manera irregular, con una mochila que parecía que venía más llena de miedos y memorias que de otra cosa.
El seis de marzo, de 2020 se da el primer caso de Covid19 en Costa Rica y cierran las fronteras. Desde esa fecha hasta hoy en Matagalpa murieron muchos familiares cercanos y con cada muerte sólo podía sentir que nunca volvería a abrazar los seres que amo y están lejos; esos que seguían con vida; a mis viejos que están a un paso de tener ochenta años.
En el 2020, 2021 e inicios del 2022 pasé por las manos del Covid19 tres veces; aparte, durante junio del 2020 yo sentía que ya era insostenible mi economía, tenía poco trabajo, pero se me había incrustado en la mente eso de “¿Crisis o creces?”, pareciera que se leyera “¿Vivís o morís?” porque llegué a quedarme sin comida durante la pandemia un par de veces.
Con los meses fui encontrando más estudiantes en línea (porque trabajo de manera independiente como instructora de español como lengua extranjera), ya pude moverme para empezar mi proceso de solicitud de refugio, hice amigas y amigos en la Corina Rodríguez de la Aurora de Alajuelita, personas que me apoyaron demasiado y con quienes construimos vínculos que nos sostuvieron durante esos dos años; como cuando estuvimos sin poder salir de casa las doce personas que vivíamos ahí por un caso de Covid y la gente que vive cerca nos llevaba baguete, “natilla”, patecito de pollo y cualquier otra cosita que se nos ocurriera.
Luego me mudé a un espacio personal, que ahora comparto con un amigo que es parte de esa red desde donde nos seguimos sosteniendo. Cuando al fin pasó la pandemia, sentía que había llevado un curso con postgrado en resistencia: El dolor de la patria, la distancia, lo que atravesaba Nicaragua y que sigue atravesando, los problemas de la salud de la familia; todas estas situaciones parecían niveles de algún video juego en donde debías pasarlos para seguir con vida; ¡Y sí!, aquí sigo afortunadamente.
Al llegar el 2022 empezamos a juntarnos más entre activistas feministas y no feministas, también retomé mis sesiones de terapia, constelaciones familiares, dos cursos intensivos de inglés, un diplomado en Política Feminista, hicimos redes de amigas y amigos donde hemos hecho el compromiso de tratarnos con respeto y desde el amor y que con nuestras diferencias es que aprendemos a desarrollar habilidades. Todo esto me ha llevado a un descubrimiento personal hermoso, ahora sé que estoy donde debo estar y donde decidí quedarme. Al salir de mi zona de comodidad no tuve otra opción más que volver a mí misma y convertirme en mi propia zona de comodidad. Sigue siendo difícil, pero ya sé a quiénes y a dónde recurrir, ya tenemos un tejido social.
Migrar no es fácil, pero es más difícil cuando no hacemos alianzas y redes. Juntarnos con personas con quienes compartimos nuestros ideales y con quienes no los compartimos, pero con quienes alcanzamos una buena comunicación es necesario; construir y sostener espacios seguros es crucial en este tránsito, asumirnos como seres cambiantes y capaces de muchas cosas es vital para seguir resistiendo.
También queda claro que tener el estómago lleno, una casa donde poder llegar a dormir tranquila, un trabajo y salud son privilegios de los que gozo y que me han servido de sostén y de motivación para resistir desde los espacios que habito y para seguir con mis procesos personales y colectivos en esta tierra ajena, a donde sigo poniendo energía para mi propia tierrita porque no le pierdo la fe a Nicaragua.