Nunca imaginé que una clase de maestría me haría llorar. Estaba sentada frente a la pantalla, en la Universidad para la Paz, leyendo sobre algo que llamaban “imaginación moral”, cuando de pronto sentí un nudo en la garganta. No era solo teoría. Era como si alguien me estuviera hablando directamente, dándome permiso para nombrar lo que llevaba tanto tiempo intentando esconder: el dolor del exilio, la rabia contenida, la soledad profunda, pero también ese deseo terco de seguir creyendo que algo mejor es posible.
Este texto no nace desde los libros, aunque los libros lo alumbraron. Nace desde el cuerpo. Desde el temblor con el que llegué a Costa Rica en julio de 2018, con la ropa empapada de miedo y el corazón desgarrado por dejarlo todo atrás. Desde esa herida abierta que muchas llevamos en silencio. Aquí escribo como mujer refugiada, migrante, periodista y sobreviviente. Pero sobre todo, escribo como una más entre miles de nicaragüenses. Una que, como tantas, ha buscado sentido entre la rabia y el amor, entre la pérdida y la posibilidad.
Mi descontento con la mala gobernanza en Nicaragua estalló la tarde del 18 de abril de 2018, pero venía gestándose desde mucho antes. Era el hartazgo de vivir bajo un régimen que disfrazaba el autoritarismo con discursos vacíos; la rabia contenida al ver cómo se estrechaban cada vez más los márgenes para disentir, cómo se perseguía a quienes pensaban distinto, cómo se normalizaban la corrupción, el tráfico de influencias y las múltiples formas de injusticia.
Fue ese desconcierto sostenido, esa acumulación de silencios impuestos y abusos cotidianos, lo que me llevó a la calle el día que vi a la Policía golpear brutalmente a personas mayores por atreverse a protestar. Fue la indignación profunda de comprender que no podíamos seguir callando ante tanto atropello.
Salí a marchar con el corazón acelerado, con miedo, pero también con una esperanza que aún creía en el cambio. Como muchas, como otres, sentí que era el momento de alzar la voz. Pero lo que vino después fue una represión brutal: balas, cárcel, muertes, amenazas, listas negras. De pronto, vivir en mi propio país se volvió imposible. Me vigilaban, me seguían, me buscaban. Y entonces ya no hubo opción. Huir fue una decisión tomada con el cuerpo temblando y el alma en duelo. Así llegué a San José, buscando refugio, con la herida a flor de piel.
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Costa Rica me dio resguardo, sí, pero también me enfrentó a otras violencias: el estigma por ser nica, los trabajos informales que apenas alcanzaban, el constante recordatorio de que aquí también era extranjera. Así empezó mi exilio, no como un punto de partida único, sino como una secuencia de fracturas que me expulsaron poco a poco, hasta dejarme afuera. Pero incluso ahí, en medio del desarraigo, empecé a reconstruirme.
Durante mucho tiempo caminé con la herida abierta. Callada. Culpable, incluso, por estar viva. Pero fue en la maestría donde algo empezó a cambiar. Donde la teoría se volvió espejo.
C. Wright Mills, sociólogo estadounidense, habla de la imaginación sociológica, una herramienta que permite conectar las experiencias personales con las estructuras sociales. Leerlo me hizo comprender que mi historia no era solo mía, que lo personal es también estructural. Que mi exilio, mi dolor, mi desconcierto, no eran fallas individuales sino parte de una realidad compartida por miles de personas expulsadas de sus territorios por gobiernos autoritarios.
Johan Galtung, pionero en los estudios de paz y conflictos, define la violencia estructural como aquella que no necesita armas para herir: se expresa en la pobreza, la desigualdad, el racismo, la falta de acceso a derechos básicos. Galtung me ayudó a ver que muchas de las heridas que cargamos como personas migrantes y exiliadas —el rechazo, la precariedad, la invisibilización— no son individuales ni nuevas: son parte de un sistema que decide quién puede vivir con dignidad y quién no.
Luego apareció John Paul Lederach, investigador y mediador de conflictos, quien me habló de la imaginación moral. Esta es la capacidad de imaginar futuros posibles de reconciliación, incluso en medio del dolor. Sentí que alguien me extendía la mano. Me dijo, sin decirme, que aún en el trauma, es posible construir algo distinto. Lederach utiliza la metáfora de la levadura: esa que crece en silencio cuando hay calor, tiempo y cuidado. Y entendí que nuestros pequeños gestos —una palabra cálida, una red de apoyo, una colecta solidaria— también son formas de hacer crecer la paz. Y eso hice. Eso intento.
A lo largo de estos años, he descubierto que no todo en el exilio es pérdida. También hay siembra. He encontrado a otras mujeres que, como yo, reconstruyen su vida con ternura y dignidad. En círculos de escucha, en talleres de escritura, en colectas solidarias. Fue ahí donde la propuesta del filósofo Francisco Muñoz cobró sentido. Él plantea la idea de la paz imperfecta: una paz que no es total ni definitiva, pero que se construye desde lo posible, en medio de las contradicciones.
Entendí que no tenía que esperar a que todo estuviera bien para empezar a sanar. Que incluso desde el caos, desde el exilio, desde las ruinas, podemos sembrar vínculos, tejer comunidad y sostener la vida. En abrazos que no necesitan palabras. Ahí entendí que también se puede construir paz desde los márgenes, desde abajo, desde lo cotidiano.
Recuerdo un taller de mediación comunitaria que facilitamos en una comunidad fronteriza. Mujeres migrantes, costarricenses y nicaragüenses, compartiendo historias, buscando cómo resolver conflictos sin más violencia. Fue ahí donde sentí que la teoría cobraba vida. Que la levadura de la que habla Lederach estaba en esas manos que se daban café, en esas miradas que se reconocían.

En la frontera norte de Costa Rica, el taller “Tejiendo redes comunitarias entre mujeres” en articulación con colectivas y organizaciones feministas.
Hoy sé que la paz no es una meta lejana, sino un camino que se transita cada día. Que la memoria no es sólo dolor, sino también resistencia. Que el cuidado colectivo no es un lujo, sino una necesidad política. Y que resignificar el exilio no borra la herida, pero sí la vuelve fértil.
Por eso escribo esta crónica. Para contarme y contarnos. Para decirle a quienes leen desde el exilio —desde cualquier parte del mundo donde se sientan lejos, rotas, cansadas— que no estamos solas. Que hay formas de resistir sin dejarse consumir. Que podemos transformar el duelo en acción, la rabia en ternura, la pérdida en comunidad.
El politólogo Juan Masullo, que ha investigado formas de resistencia civil frente a actores armados, habla del poder de no desplazarse: la capacidad de resistir desde el propio territorio sin recurrir a la violencia. Yo resignifiqué su propuesta. Desde el exilio, comprendí que también lejos del territorio se puede ejercer resistencia. Cambiamos de lugar, sí, pero no de lucha. Nuestra agencia política sigue viva, nuestras voces siguen alzándose, nuestras redes siguen creciendo.
Estas son algunas de las acciones que a mí me han sostenido, y que he visto sostener a otras: participar en círculos de escucha y memoria, donde compartir lo vivido se vuelve un acto político y sanador; facilitar talleres comunitarios que nos brinden herramientas para acompañarnos entre pares; crear o integrarse a redes de justicia y memoria desde la diáspora que documenten, denuncien y abracen; y defender, sin culpa, el derecho al descanso, a la alegría, al autocuidado, porque sostenernos vivas también es una forma de resistencia.
No escribo esto desde un lugar resuelto. Mi herida sigue ahí. Pero ahora la abrazo. Ahora la nombro. Y desde ella, sigo apostando. Porque aunque me arrebataron el país, no pudieron arrebatarme la imaginación. Y con ella, sigo sembrando paz, con todas, desde este lado de la frontera.
Esta esperanza, que hoy me habita, no es ingenua. Es una esperanza activa, tejida con lágrimas, con encuentros, con lecturas, con voces. Y si este texto llega a vos, que también estás lejos, o rota, o luchando, deseo que te abrace como a mí me abrazaron esas teorías, esas mujeres, esa comunidad. Porque aún en la oscuridad, seguimos encendiendo luz juntas.
Sobre la autora: Katherine Estrada Téllez, periodista nicaragüense exiliada en Costa Rica. Máster en Resolución de Conflictos, Paz y Desarrollo por la Universidad para la Paz (ONU). Especialista en comunicación con enfoque en derechos humanos, género y migración. Ha trabajado en periodismo transfronterizo, memoria histórica y acompañamiento a comunidades migrantes nicaragüenses.