Por Valeria Ortega
No soñé con ser madre tan joven, pero tampoco lo viví como una tragedia. Farah Valentina llegó a mi vida como una sacudida dulce, en medio de un proceso doloroso de migración, duelo y reconstrucción. Nació lejos de mi tierra, pero no lejos de mi historia.
Soy una madre joven, migrante, centroamericana, y separada. Pero esas etiquetas no definen todo lo que soy: también soy fuerza, raíz, contradicción, ternura, transformación.
Me convertí en madre cuando aún trataba de encontrarme, de sostenerme en un país nuevo, sin redes claras, y con las heridas abiertas de un exilio forzado. Y, sin embargo, resistí.


Fotografía de cortesía por la autora.
Mi hija nació en Costa Rica, mientras yo todavía extrañaba con todo el cuerpo mi país, Nicaragua. Estaba cruzada por una nostalgia constante, por el deseo de volver, pero también por la urgencia de quedarme, de sobrevivir.
Poco después de su primer cumpleaños, me separé de su papá. No fue una decisión fácil, pero fue necesaria. Mi maternidad también es un acto de defensa, porque la paz emocional de mi hija no se negocia. Desde entonces, materno junto a mi madre y un tiempo después junto a mi abuela. Tres generaciones de mujeres que criamos desde el cuidado y el compromiso, sin depender de un modelo familiar tradicional que nunca funcionó para nosotras.
A esa red se suma mi prima Tamara, que ha sido una pieza fundamental en esta crianza. Tamara ha sido cuidadora de Farah en distintos momentos; y más que la tía de mi hija, es uno de sus lugares seguros, un refugio, una amiga, una guía. Su presencia me ha enseñado que maternar no es solo parir y criar a los hijos de sangre, sino también guiar, acompañar, aconsejar, enseñar y amar profundamente a otras vidas que se cruzan con la nuestra y que elegimos cuidar. Así como yo la he cuidado a ella en otros momentos, ella ha cuidado a Farah con un amor que también es resistencia.
Durante casi tres años fui casi su única cuidadora. Puse en pausa mis estudios, mis sueños profesionales, mi descanso. Entregué todo lo que tenía: cuerpo, tiempo, energía. Hubo días en que me sentía agotada, sola, desbordada. Pero nunca arrepentida. Esa entrega fue también un acto de amor radical. Una forma de resistencia silenciosa y poderosa: de cuidar mientras el mundo nos empujaba a desaparecer.

Fotografía de cortesía por la autora.
Maternar como una joven migrante implica criar sin red, sin papeles por mucho tiempo, sin tregua. Implica explicarle al mundo una y otra vez que no somos irresponsables ni víctimas. Que nuestras maternidades no son error ni accidente, sino elección y apuesta. Que, aunque el sistema nos quiera invisibles, seguimos pariendo, criando, amando, resistiendo.
Cuando Farah cumplió tres años, decidí que era tiempo de volver a mí. Retomé mis estudios, comencé a trabajar, empecé a construir mi autosostenibilidad económica. No porque haya dejado de ser madre, sino porque también soy mujer, joven, soñadora, con derecho a crecer. Me lo permití, y ella también me lo permitió. Porque criar no es desaparecerse, sino multiplicarse.
Una de las cosas más bellas —y más desafiantes— de este camino ha sido criar desde la biculturalidad. Farah es una niña que baila entre dos aguas. Que habla como tica/nica, pero canta como nica. Que celebra el Día de la Independencia dos veces. Que aprende palabras nuevas en una lengua que no es la mía, pero que yo le traduzco con canciones, cuentos, recuerdos.
Criar lejos de Nicaragua es vivir con una nostalgia permanente. A veces me duele que no sepa lo que es correr descalza bajo una lluvia, o comer quesillo en el parque, o escuchar una marimba en una fiesta de pueblo. Pero en nuestra casa, Nicaragua sigue viva: en las historias que le cuento, en los platillos que cocinamos, en las canciones que entonamos y bailamos. Que, por cierto, se sabe todo el álbum de la Misa Campesina.
Farah sabe que venimos de una tierra donde hay volcanes que no duermen, mujeres que resisten y memorias que no se olvidan. Yo me encargo de que no lo olvide. Porque la maternidad también es memoria. Y recordar es resistir.

Fotografía de cortesía por la autora.
No soy una madre perfecta. Soy una madre que trata de ser presente. Que aprende sobre la marcha, que a veces se equivoca, que a veces llora. Pero también soy una madre que se levanta. Que cree en la crianza con respeto, con ternura, con límites amorosos. Que quiere enseñarle a su hija a no callarse, a quererse, a defenderse, a amar sin miedo.
Mi maternidad no ha sido un obstáculo para mis sueños, aunque a veces el mundo insista en hacerme sentir que lo es. Ha sido mi camino. Un camino accidentado, pero fértil. Un camino donde he aprendido a sostenerme a mí misma mientras sostengo a otra.
Hoy miro hacia atrás y me reconozco con orgullo. No me avergüenza haber sido madre joven. No me avergüenza haberme separado. No me avergüenza ser migrante. Todo eso me nombra, me constituye, me fortalece.
Maternar con resistencia es negarse a aceptar que la maternidad nos encierra o nos limita. Es criar con alegría, con dignidad, con redes de apoyo que a veces tenemos que inventar desde cero. Es construir comunidad, aunque sea desde el exilio.
También te recomendamos leer Sembrando esperanza desde el exilio: lo que significa resistir como campesina escrito por Tayling Orozco
Hoy soy madre, pero también sigo siendo hija, nieta, prima, compañera, estudiante, trabajadora, militante de una ternura radical. Sigo soñando con un mundo donde criar no sea sinónimo de sacrificio absoluto, donde las mujeres jóvenes no tengamos que elegir entre maternar y vivir. Un mundo donde nuestras hijas puedan crecer libres.
Farah me cambió la vida, sí. Pero no la interrumpió: la transformó. Me obligó a volver a lo esencial. A cuidar, pero también a cuidarme. A amar con paciencia, pero también con firmeza. A no negociar mis sueños, aunque los tiempos sean otros. A resistir con alegría.
Ella también es parte de mi inspiración política. Es mi motor para seguir militando desde el feminismo, para imaginar un mundo más justo, para acompañar a otras mujeres en sus propias luchas. Farah me recuerda cada día por qué vale la pena resistir.
Es una mini Valeria: sensible, inquieta, llena de preguntas, fascinada por las historias, la cultura y el arte. Le encanta escuchar relatos de mujeres fuertes, aprender sobre nuestras raíces, inventar mundos nuevos con palabras y dibujos. Y yo, mientras la miro crecer, aprendo con ella. Porque maternar también es dejarse transformar por la curiosidad, por la ternura, por la memoria viva que se hereda.
Y si algo puedo decir hoy, con certeza, es que he florecido. No a pesar de todo. Sino gracias a todo.