Si queremos hablar de migraciones o expulsiones trans de sus lugares de origen, debemos empezar por la raíz.
En mi caso, experimenté mi primera expulsión a los 11 años, dentro de mi propia familia, una institución capturada por preceptos religiosos que otorgan un lugar sagrado a un tradicionalismo inviable. Al expresar mi orientación, buscaba, a través de mi expresión de género, reivindicar la feminidad, pero el negacionismo intransigente cometió su crimen: acabar con una identidad. Como afirma Rich (citado en Pérez, 2022, párr. 11), “la heterosexualidad y el régimen patriarcal conforman una alianza política que efectivizan la heterosexualidad obligatoria.”
Al confesar mi “crimen,” fui expulsada de mi familia. Sin embargo, siendo una persona neurodivergente y sin una red de amistades conscientes, decidí regresar el mismo día, pocas horas después, condenada a habitar un cuerpo sin su auténtica esencia. Nunca creí en aquella religión ni en las costumbres machistas y patriarcales que promovieron por años; irónicamente, si su Dios existía, me refugiaba en eso para invocar mi propia muerte, ya que nunca fui capaz de realizarlo por mi cuenta.
La figura del “varón individual» actúa como micro-soberano de las poblaciones a su cargo. Los varones, en sus privilegios de género, acceden a la socialización en el uso de técnicas de necropolítica, legitimando la violencia como herramienta fundamental de gobierno (Valencia, 2019, p. 185). Durante cuatro a seis años, mi deseo en cada cumpleaños fue una pena de muerte divina por el supuesto crimen de desafiar las leyes de una presunta naturaleza. Las migraciones continuaron; el “crimen” no podía ocultarse y se expandió en el barrio y en la escuela.
La última migración fue en 2018, aunque por otra causa: la defensa de los derechos, olvidando quizás los míos, sin hacer un ejercicio de memoria personal y reconexión. Las amenazas y el acoso a nivel local me llevaron al desplazamiento interno y, entre julio y agosto de ese año, al refugio en otro país. Ser una persona migrante implica una exclusión extrema, percibida como una amenaza y con “las mayores perversiones del mundo.” García y Villafuerte (citado en Mondragón y Bollo, 2023, párr. 21) describen al “sujeto migrante” como uno “amorfo, sin consistencia, sin ciudadanía o desciudadanizada.”
Costa Rica, siendo un país pionero en la promoción, protección y garantía de los derechos humanos, me permitió auto-reconocerme nuevamente desde la espiritualidad y la colectividad en un campamento diverso. El “crimen” volvió a salir a la luz, pero desde nuevas perspectivas; hubo un proceso de excavación del cuerpo, revisando y analizando las memorias intra e interpersonales, las heridas emocionales, los golpes socio-religiosos y las huellas del modelo económico extractivista.
¿Es esto un crimen? Claro que sí, pero con un intercambio de roles: los acusadores siempre han sido quienes, de manera sistemática, asesinan primero la identidad, la esencia misma de la persona, hasta convertirla en un cuerpo vacío lleno de cisheteronormatividad, marchando en la gran fila del reduccionismo reproductivo machista. ¿Se puede auto-asesinar o destruir algo que fue creado por la sociedad? Más aún, ¿es posible dar muerte a un templo alterado desde sus bases por el sistema heteropatriarcal? Hablo de algo tan simple como la reconquista de nuestro primer territorio usurpado: la autodeterminación de los territorios corporales es la máxima manifestación de lucha de género.
Muchas personas logramos, mediante rituales, nuestra transición de género; rescatar la identidad de género sigue siendo una medida de reparación individual, aunque no siempre reconocida. Invirtiendo la perspectiva, las personas perpetradoras se vuelven identificables, y debemos considerar la existencia de un genocidio debido a la identidad de género permanente.
La necropolítica no declarada es el arma de los genocidas; estas políticas emplean la combinación de cuerpos normativos y normas sociales para regular la población. Como indica Valencia (2019), es una herramienta radical de gestión de las poblaciones en los países ex-coloniales (p. 184). Jaramillo (citado en Jaramillo y Rosas, 2023) observa que “las políticas públicas estratifican los derechos de las personas y refuerzan las desigualdades políticas, económicas y sociales preexistentes” (p. 204).
Este tipo de política se institucionalizó a través de la patologización de identidades y cuerpos disidentes, incluso amparado por organismos internacionales. Con la eliminación de esta visión totalizante en los años 90, podemos ser consideradas humanas, similar al reconocimiento de los pueblos originarios, que antes eran vistos como inhumanos.
¿La razón de esta política? La hipervisibilización de las identidades de género y los territorios corporales a partir de las huellas de violencia y tortura, lo que genera miedo, ansiedad y desestabilización emocional. Según el informe temático sobre personas diversas de la CIDH (2020), el promedio de vida de personas trans ronda los 35 años, mientras que el de mujeres cisgénero en Latinoamérica es de 79 años, una diferencia de 44 años.
Esta necropolítica subterránea ofrece elementos para considerar el crimen de lesa humanidad a nivel regional. Existe una violencia sistemática y normalizada, una desigualdad estructural que se inició con el arrebato de los derechos humanos. Según el artículo 7, inciso h) del Estatuto de Roma, el crimen de lesa humanidad abarca la persecución por diversos motivos, entre ellos la identidad de género.
La Corte Penal Internacional (2022) señala en su política sobre persecución por motivos de género que “los perpetradores pueden servirse de la persecución por motivos de género para hacer valer construcciones y criterios sociales mediante la imposición de normas discriminatorias” (p. 16). El único caso examinado por la Corte con esta motivación fue el de Al Hassan Ag Abdoul Aziz el 26 de junio de 2024; aunque fue absuelto de este cargo, los votos disidentes cuestionaron la decisión.
En marzo de este año, Argentina reconoció como crimen de lesa humanidad la violencia de género contra personas trans durante la dictadura militar en centros clandestinos de detención y tortura. Oberlin, auxiliar de la Fiscalía argentina, explica que “estas personas fueron consideradas enemigas por el Terrorismo de Estado al no ajustarse al modelo sexo-genérico ‘occidental y cristiano’ que la dictadura buscó garantizar” (citado en UNP, 2024, párr. 9).
Nos queda otra batalla: ser reconocidas como sujetas de derechos y, por ende, sujetas políticas con plena capacidad para decidir sobre nuestras vidas, nuestros territorios corporales e identidades. Para las que ya no están, las que están y las que vienen, recordar que esta lucha se sostiene en el poder de la memoria y la colectividad. Al rescatar nuestras historias, experiencias, sentires, vivencias y expresiones, reafirmamos nuestra exigencia por existir, resistir e incidir.
Sobre la autora: Vlada Krasova Torres, Maestrando en derechos humanos y derecho penal internacional. Magíster en gestión del conocimiento e investigación en Políticas Públicas, Licenciada en Diplomacia y Relaciones Internacionales. Gestora de proyectos sociales con enfoque en DDHH y género.