Por Tania Ortega
Mi abuela materna nació en la comunidad indígena de Monimbó, en la ciudad de Masaya, Nicaragua. Cuando mi madre era apenas una niña, mi abuela, decidió dejar la comunidad y mudarse con su niña y dos hijos al centro de la ciudad, confiando en que allí encontrarían un futuro mejor, pues en la mentalidad de la época lo indígena no era futuro, sino estancamiento. En el viaje se llevaron consigo su identidad indígena y sus costumbres, que siguieron latiendo en cada gesto y en cada día de nuestra vida familiar.
En la cocina de la casa urbana de mi abuelita seguía vivo el maíz, el atol y el chilate, las prácticas culinarias que ella había heredado. Recuerdo el patio de su casa convertido en un hervidero de vida: unas quince mujeres monimboseñas cocinando juntas, entre risas, confidencias y solidaridad. Ellas eran el centro, las guardianas del maíz. Los hombres apenas asistían con lo pesado: cargar leña, traer las compras del mercado.

Fotografía de un grupo de mujeres amigas de la abuela de la autora, proveniente del archivo familiar compartido.
Sobre el fogón ardiente hervían los nacatamales; en el horno, las roquillas mancarronas. La chicha bruja y el tibio corrían en jícaras, y hasta un poco de guaro alegraba la jornada. Todo en honor a Jesús de la Buena Esperanza, el santo de mi abuela, en una celebración que hoy entiendo como sincretismo: antiguas deidades sustituidas por santos católicos, pero con la misma fuerza comunitaria. Yo, niña entonces, corría entre las faldas y los olores, sin saber que en esa comelona estaba latiendo una herencia chorotega que sobrevivía en las manos de las mujeres de mi familia.
Lo que viví en la cocina de mi abuela en Masaya no era un hecho aislado, sino la continuación de una historia antigua: la de los pueblos chorotegas que, desde la zona de Oaxaca, migraron hacia Centroamérica y se asentaron en el Pacífico de Nicaragua y en Nicoya y Guanacaste en Costa Rica, con menor fuerza en pequeñas comunidades de Honduras y El Salvador. Esa huella migratoria explica por qué, aún hoy, ambos países compartimos tantas similitudes culturales, como señalan Silvia Salgado González y Elisa Fernández-León en su estudio publicado por Cuadernos de Antropología de la Universidad de Costa Rica.
Aunque las tensiones históricas, los conflictos políticos y ciertas expresiones de xenofobia a veces nos alejen, la cultura insiste en mostrarnos un origen común. Es precisamente en esa paradoja donde nace mi fascinación por reconocer las similitudes entre ambos pueblos.


Fotografías del archivo familiar personal de la autora.
Las veces que he visitado Guanacaste, en Costa Rica, he sentido la misma emoción que en la casa de mi abuela en Monimbó. Me impresiona descubrir que la cultura guanacasteca guarda tantas semejanzas con la de Masaya: su cerámica y alfarería, con diseños casi idénticos; su música y sus fiestas populares. Como si nunca hubiera existido una frontera que nos separara.
Lo paradójico es que, a pesar de tantas coincidencias, persiste una rivalidad absurda entre algunos nicas y ticos. Y lo cierto es que nadie es dueño exclusivo de nada; más bien, ambos son herederos de todo lo que la historia nos dejó en común. El maíz es, quizá, el lenguaje más antiguo que compartimos en nuestra región. En el caso de Costa Rica y Nicaragua cultivado y celebrado por los pueblos chorotegas, se convirtió en una herencia indígena que hoy sostiene nuestra mesa.
Al recorrer Guanacaste me impresiona ver y saborear una decena de platillos que también forman parte de la mesa nicaragüense. Cambian pequeños detalles en las recetas, pero la esencia es la misma: las tortillas, los atoles, el pozol, las roquillas y los rosquetes, solo por mencionar algunos.
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Si uno se sienta a la mesa en Masaya o en Guanacaste, las diferencias se diluyen: al final, los sabores revelan que somos los mismos, que compartimos una memoria que ninguna frontera logró dividir. Cambian las manos, los nombres y las sazones, pero la semilla es la misma.Estas coincidencias no son casualidad, sino el reflejo de una herencia indígena común que, más allá de fronteras y clasificaciones académicas, sigue viva en nuestras cocinas.
Una controversial herencia gastronómica compartida es el gallopinto, este nos llegó más tarde, en la época colonial. El arroz, traído desde Asia por los colonizadores, se encontró con los frijoles, cultivados en América desde tiempos antiguos. Se cree que la costumbre de mezclarlos en un solo plato estuvo influida por la presencia africana en las cocinas coloniales, donde muchas veces las sobras se unían para dar origen a nuevos sabores.
Hoy, sin embargo, el gallopinto es motivo de disputas entre algunos grupos en redes sociales, donde usuarios de ambos países pelean fanáticamente por adjudicarse su origen. Pero más allá de esa polémica, el gallopinto muestra que esas peleas son fruto de no reconocer lo evidente: lo compartimos porque venimos de la misma raíz cultural.
De África también nos llegó otro símbolo de identidad común para nicas y ticos: la marimba, un instrumento que halló en Masaya, Nicoya y Guanacaste un hogar definitivo. Desde los cinco años bailo marimba en la ciudad de Masaya, cuna del folklore nicaragüense. Cada domingo de octubre y noviembre, en honor al patrono de la ciudad, San Jerónimo, las calles se llenan de grupos de niños, jóvenes y adultos que bailan en grupos. Ahí no hay distinciones: todas las clases sociales se encuentran en la misma celebración popular.

Fotografía de la autora bailando con un abanico y un disfraz de indita, proveniente de su archivo personal
En mi infancia se popularizó una canción llamada “El Punto Guanacasteco”, interpretada en marimba por los tradicionales Bailes de Masaya. Cuando la pedía para bailar, algunos me aplaudían, pero otros me criticaban. Yo era inocente, apenas una niña, y no entendía. Me decían que esa pieza no era nicaragüense, que pertenecía al folclore de Costa Rica, y que no era correcto bailarla en nuestras fiestas. Así fue como, a mis cinco años, sentí por primera vez el pleito entre ambas culturas.
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Pero lo cierto es que la marimba es la misma: el sonido es el mismo, con orígenes africanos y traída desde Guatemala a las zonas chorotegas de Nicoya, Guanacaste y el Pacífico de Nicaragua. No importa si El Punto Guanacasteco se baila allá o acá: la música y el baile son un puente, no una frontera. Las culturas no deberían enfrentarse, sino ser una oportunidad para crear algo nuevo. Cuando dos culturas se mezclan, nace algo distinto y hermoso, porque la cultura no es estática se mueve, evoluciona, y nos invita a crecer como pueblos.
La marimba, la comida elaborada con maíz y el gallopinto son emblemas en ambos países. Y ahí está la paradoja: lo que debería unirnos como identidad compartida, a menudo se convierte en bandera de división. Discutimos con fervor a quién pertenece el gallopinto como si la cultura tuviera fronteras, como si dos pueblos tan próximos no fueran, en realidad, herederos de lo mismo.
Sobre la autora:
Tania Ortega es periodista y documentalista nicaragüense. Su trabajo se centra en la memoria y las identidades centroamericanas, abordadas desde el lenguaje audiovisual. Durante veinte años ha desarrollado proyectos de comunicación, cine y cultura que visibilizan a mujeres, juventudes y comunidades en Centroamérica, a través de narrativas inmersivas donde las historias cotidianas se convierten en herramientas de resistencia. Su obra busca tender puentes de memoria y dignidad en la región.