Miré el cielo de Granada mientras caminaba por la calzada con mi familia y sentí que no existe otro paisaje como este. El sol, a punto de su descanso, después de haber iluminado las aguas, me envolvió en un calor suave y una luz preciosa. Este fue uno de los regalos más significativos que me dio Nicaragua, de la mano de Dios.
Visité muchas veces la ciudad de Granada, también con mis amistades del colegio. En nuestros paseos por las isletas podía reflexionar que tenía un grupo de amigos que amaba, con quienes los días siempre podían llegar a ser más divertidos. Recuerdo que, muchas veces, me gustaba pasar más tiempo en el colegio que en mi casa, porque allí reía de las ocurrencias de ellos y, cuando andaba creativa, también aportaba las mías.
Pero después de las clases era relajante llegar a mi casa, la casa de mis abuelos. Tenía un gran patio, el que se merecía mi perro, y una hermosa vista hacia la ciudad de Managua. Hacía calor, pero en las tardes soplaba un viento que lo hacía todo más tranquilo. Se sentía un “gran calor tranquilo”. Después del colegio, me quedaba dormida con el uniforme y me arrullaba con el sonido del abanico. De igual manera, me despertaba sudando, pero satisfecha por el descanso.
Estoy muy agradecida por los recuerdos, porque esas tardes que me llenaron de paz en Nicaragua, ya no son parte de mi vida. ¿Cómo se puede dormir cuando se escuchan balazos? De esta manera, mis compañeros y yo ya no íbamos a clases y las noticias, mientras pudieron, documentaron la violencia, la muerte y los secuestros. Cada día aumentaba la cifra, hasta que con la injusticia se perdía la verdadera cuenta.
Antes de que se cancelaran las clases, cuando regresaba a la casa en el transporte escolar, desde la ventana, mis ojos se encontraban con la mirada, repleta de miedo, de muchachos escondidos entre tranques. Así fue el año 2018 en Nicaragua.
Siempre recuerdo, con 16 años, una noche en la que ya ni podía dormir. Desde mi cama sentí un dolor que nunca antes había conocido: el dolor por la patria. Había llorado por raspones, berrinches con mis padres, matemáticas o incluso por algún amor de secundaria, pero jamás por mi país. Hoy, a los 24, pienso que a esa edad uno solo debería llorar por pasar matemáticas.
Comprendí que realmente tenía amor por esta tierra donde, por alguna razón, mis padres se conocieron comiendo quesillo, y donde años después yo nací. Crecer en este lugar me hizo apreciar la convivencia, el humor nicaragüense y que, en prácticamente todas partes, un volcán nos siguiera.
En la última marcha a la que asistí, la del Día de las Madres, me invadía la impotencia al ver los rostros en llanto de tantas mujeres. Recuerdo una pancarta que decía: “Madre, ya no estés triste, la primavera volverá con la palabra libertad”, me parece que es de una canción de Silvio Rodríguez. Minutos después de leer la pancarta, tuve que correr con mi padre hacia el carro y huimos, porque aquella marcha pacífica, en la que pedíamos justicia, también estaba siendo atacada.
Al poco tiempo, mi papá me dijo que debíamos irnos unas semanas a Costa Rica mientras las cosas “se calmaban”. Tomamos un bus y, en el camino, recibimos la noticia de que uno de mis primos había sido asesinado. No podía comprender lo que estaba ocurriendo; fue un momento en el que entendí que la vida también podía ser así. Aquel viaje estuvo lleno de sentimientos que intentaba guardar, al igual que mi papá, que buscaba protegernos. Tuvimos que ser fuertes para cuidarnos, aunque estábamos muy asustados.
Ya en Costa Rica no podía dejar de pensar con incertidumbre. Me preocupaba por nuestras vidas, por nuestra seguridad, también si lograría graduarme de secundaria y, de manera infantil, qué vestido de graduación usaría. En uno de esos momentos, mi papá sugirió que terminara mis clases en Costa Rica y enloquecí: me había prometido que solo estaríamos unas semanas, pero realmente la situación empeoraba cada día.
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Aunque, tengo que decir que Costa Rica nos recibió con mucho cariño y protección en ese momento, definitivamente fue nuestro refugio. Disfruté de un clima fresco, conocí lugares nuevos por San José y me llamó la atención ver por primera vez, el Estadio Nacional por La Sabana, que me recordaba que ya no estaba en Managua.También me enamoré de mi alma mater, la Universidad de Costa Rica. Fue amor a primera vista; sin ser su estudiante aún, sabía que “teníamos una conexión especial”. Pero el contexto en que llegué a ella todavía me duele recordarlo.
Al final, puedo decir que, de alguna manera, me gradué de la secundaria en Nicaragua. Pero, a los dos meses, estaba empacando realmente lo que podía de la vida, para irme a Costa Rica. Abracé a mi mamá y a mi abuela, prometiendo que volveríamos a vernos. Un amigo de la familia nos despidió diciéndome: “Siempre lleva una sombrilla; porque cuando yo estudié en Costa Rica, siempre llovía a la una de la tarde”. Quise ser fuerte, pero mi corazón se quebraba por dentro en cada despedida.
Nuevamente, San José me recibió con un ambiente distinto; siempre parecía ficción pasar una frontera y dejar atrás una dictadura. Con el tiempo en la universidad, me uní a un grupo artístico, en el cual conocí “nuevas” canciones latinoamericanas. Además, muchas personas del grupo fueron amables y educadas. Con mucho agradecimiento puedo decir que se hicieron mis amigos y se sumaron a mi red de apoyo. Con ellos y ellas descubrí el café chorreado con aquel “calcetín”, que nunca había probado allá.
Por un momento pude distraer mi mente, vivir la universidad y las experiencias de una persona joven. Pero entre todo lo que me generó emoción, pronto comprendí: estas no son unas vacaciones, esta es mi nueva vida. Definitivamente, el 2019 fue un año lleno de retos, nostalgia e incertidumbre, pero también de aprendizaje: aprendí sobre mi propia fortaleza, mi capacidad para seguir avanzando en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, así como el valor de sentirme acompañada por el grupo de música o por el acento de más nicaragüenses, cuando me sentía perdida caminando por las calles de San José.
Hoy, en 2025, a pesar de haber construido estos lazos, aún quedan temas migratorios por resolver y momentos en los que recuerdo que sigo siendo “una persona extranjera”. Pero también hoy soy algo extranjera en mi propio país; la vida que tenía allá, hoy ya no existe. Hoy vivo aquí. Es extraño no poder regresar a mi país, pero tampoco poder estar aquí con total certeza. A veces quisiera poder sentir que puedo echar raíces en un lugar, en vez de cargarlas conmigo, abrazadas.
Pero no tener “una sola casa”, me ha dado la posibilidad de encontrar amor en muchos lugares y conocer a personas distintas. De sentir que tengo una red de apoyo más grande, que tiene un extremo en Managua y otro en San José.
Poder compartir con otros migrantes de mi país e incluso de otras nacionalidades, de cantar canciones latinoamericanas y, entre risas, recordar que al final habitamos un mismo mundo. Quienes migramos tenemos historias diferentes que contar, pero es como si compartiéramos la misma esperanza de ver renacer nuestras ciudades, así como la fuerza para volver a construirnos y construir en los lugares en donde hoy estamos.